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Empáticos

(http://respectfullyconnected.com/2015/06/empaths. Traducción de Pilar Ramírez Tello)

Más de una vez me he encontrado con la opinión de que las personas autistas no tienen empatía. Es un punto de vista muy popular en los círculos terapéuticos y los medios tradicionales, y muchas familias parecen asimilarlo. Ser autista significa tener algún tipo de problema para empatizar. He oído a algunos padres de niños autistas comentar que sus hijos «no lamentaban» la pérdida de un ser querido o que «no les importaban los sentimientos de los demás» ni «entendían las emociones».

Entiendo por qué se ha extendido esta idea. Visto desde el mundo exterior, puede dar la impresión de que una persona autista no experimenta las emociones del mismo modo que las personas no autistas. Lo cierto es que, aunque quizá no expresen sus emociones de la misma forma, los sentimientos existen y están ahí. Los nuevos estudios empiezan a respaldar lo que los adultos autistas llevan mucho tiempo afirmando: que más que una falta de empatía y emoción, puede que los autistas sientan más que el resto de la gente. La «teoría del mundo intenso» sugiere que los circuitos neuronales de los cerebros autistas muestran hiperactividad. Que es una forma elegante de decir que los autistas sienten mucho, y que ese exceso de sentimientos puede abrumarlos.

En nuestra casa, nuestro hijo pequeño parece prestar más atención a lo que no se dice, a los sentimientos dentro del hogar, que a lo que se dice. Puede que en vuestras familias eso se exprese a través de un niño de tres años que deja de hablar cuando percibe tensión en el ambiente. O en uno de cinco que se bloquea y no expresa tristeza cuando muere un miembro de la familia, pero sí desarrolla una gama de comportamientos repetitivos a modo de reacción. O quizá en un niño de diez años que necesita repasar cada insignificante detalle de una conversación dentro de un grupo de amigos para averiguar cuáles eran las motivaciones de los demás y cómo desarrollar una estrategia para enfrentarse a tantos sentimientos distintos.

Como autista adulta, he tenido una interesante relación con la empatía. La cuento aquí con la esperanza de que mis experiencias os ayuden de algún modo a entender a vuestros hijos autistas. De pequeña, los sentimientos me desbordaban. Me parecían incontrolables y aterradores. Las personas o los animales que sufrían me paralizaban; su dolor se convertía en mi dolor. Cuando estaba con otras personas, sus sentimientos, ya fueran expresados en voz alta o no, parecían dirigidos directamente a mí, como un flujo de datos que era incapaz de bloquear. Desde fuera era difícil ver todo esto porque mi estrategia para soportarlo era desarrollar un mundo interior en el que solo existía yo.

De joven, cuando todavía no comprendía cómo funcionaba mi sistema nervioso, vivía en un caos emocional. Sufría depresión y ansiedad, ya que mi empatía hacia los horrores del mundo y las dificultades de mis seres queridos me dejaba incapacitada. Como muchas mujeres autistas, me sentí atraída por una profesión relacionada con la asistencia porque quería hacer algo por aliviar el dolor que veía y sentía en el mundo. Sin embargo, descubrí que sentarme frente a alguien en plena crisis emocional era demasiado para mí. Sentía lo mismo que ellos. Seguía sintiéndolo a las tres de la madrugada. No tenía límites que me pusieran a salvo.

Como adulta que ha experimentado el dolor real de algunos de los peores obstáculos de la vida, he tenido que aprender a levantar un muro que me permita protegerme cuando mis sentimientos me sobrepasan. Desde fuera, ese bloqueo puede malinterpretarse como frialdad o falta de interés. Durante un tiempo me preocupó este asunto y me pregunté si mi capacidad para desconectarme sería algún tipo de patología. La realidad es que se trata de una estrategia de supervivencia que se pone en marcha cuando la información sensorial que recibe mi cuerpo excede mi capacidad para asimilarla y necesito bloquear la entrada de los sentimientos de los demás para poder procesar lo que sucede. La desventaja de mi muro es que establece una distancia entre los demás y yo. He descubierto que solo las personas pacientes y comprensivas me conceden el espacio que requiero y comprenden que lo necesito.

Para poder procesar los sentimientos tengo que correr, meditar, hacer yoga, escribir y dormir. A veces necesito bloquear la información que me llega de fuera para poder pararme a reconocer, aceptar e investigar las emociones que siento. Gracias a este proceso he aprendido en qué parte de mi organismo siento la rabia, la vulnerabilidad y el miedo, datos que me resultan útiles para aferrarme a mi cuerpo cuando me da la impresión de que mi mente está en caída libre. Por otro lado, mi marido autista utiliza el ejercicio, los juegos y el dibujo. No hemos empezado a comprender todo esto hasta una vez cumplidos los treinta y los cuarenta años. Es un regalo y una motivación para ayudar a nuestro hijo a desarrollar sus propios mecanismos de filtrado y procesamiento.

Os invito a dejar atrás el anticuado punto de vista de que los autistas no tienen empatía. Es una afirmación poco precisa y, además, nociva en potencia, puesto que muchos niños pueden perderse la oportunidad de conocerse mejor si no se les diagnostica porque «demuestran empatía, así que no pueden ser autistas».

Os pido que miréis más allá de los comportamientos externos de vuestros hijos para explorar el mundo interior de sus emociones. Que les deis tiempo para procesar lo que están sintiendo. Necesitarán vuestra comprensión para desarrollar sus propias estrategias de supervivencia en esos momentos en los que las realidades emocionales que experimenten sean abrumadoras. En la práctica, la idea quizá consista en centrarse menos en enfoques para cambiar comportamientos y más en atender a los sentimientos subyacentes que los conforman. Por ejemplo, en vez de crear una tabla de «recompensas» para intentar librarse de un comportamiento problemático, quizá sea mejor cambiar el entorno durante un tiempo para ver si, al reducir la información entrante que produce estrés, cambia la conducta externa del niño. Los cambios podrían incluir modificar la información sensorial, como el sonido o la luz, evitar el contacto con personas o lugares que eleven sus niveles de ansiedad o proteger a la familia del estrés añadido.

Así que corred la voz: las personas autistas son empáticas. Cuanto mejor se comprenda esto, con más respeto se nos tratará.

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